Ausencias que piden a gritos las olvides.
Ausencias que piden que las recuerdes todos los días.
Ausencias que generan pena.
Ausencias que nos pesan en el alma...
Y luego existen esas ausencias que se presentan sin pena, con desparpajo, sonriendo del lado y saludando con la desfachatez de un espíritu maligno.
Este es mi hogar, siempre será mío.
Después de que su presencia se volvió ausencia definitiva de este mundo, permaneció en esa casa, primero dolido, luego ausente, finalmente confundido. Cada rincón lo
llevaba a esa ausencia, tangible como el aire y tan dolorosa como los cortes que se infligía. Le parecía verla por momentos, como una sombra que pasaba. La soñaba en la noche acariciándolo, susurrando.
Siempre estaré a tu lado.
Cuando despertaba no sabía si era un sueño o su mente le jugaba sucio, ya que sentía cada uno de los besos que le prodigaba por la noche, aún frescos en su boca. El aire olía a ella, la risa flotando como polvo.
Había dejado de trabajar, no se concentraba y antes de poder renunciar, lo despidieron. La ventaja de una liquidación tan substanciosa era que podía pasar el día entero languideciendo por la casa. Ella observaba.
Un día de tantos, soleado y hermoso, salió al jardín solo por sentarse en las escaleras y fumar. Porque sí, empezó a fumar, ese vicio que erradicó por ella. Una mudanza descarga cosas en la casa de al lado. Nuevos vecinos que duraban solo un año. Nadie constante en el vecindario, excepto él y ella.
- Hola...
Una tímida voz se acerco a él. Pensaba en que el timbre de voz era muy suave para ser ella.
- ¿Hola?
Ahí estaba otra vez, esa vocecita que no le sonaba. Sintió una presencia a su lado y desconcertado volteó y la miró a contraluz.
- Hola, soy tu nueva vecina.
El la miraba extrañado, el sabía la facha que tenía y se preguntaba como era que se atrevía a acercarse. La vio darse la media vuelta y continuar con su mudanza. Ni una palabra, ni una sonrisa, no le dio nada. Ella observaba.
Tan solitaria como él, la vecina iba y venía. Fueron meses y meses hasta llegar al año. Pensó que se iría, pero no, se quedó en la misma casa vecina. Se volvió una costumbre observarla a diario desde las escaleras mientras tomaba un café y fumaba. Prendiendo un cigarro detrás del otro. Ella siempre lo saludaba con una sonrisa a pesar de que él solo la miraba. Ella observaba.
Una mañana amaneció sintiendo las sábanas mojadas, despertó entre bruma de recuerdos y miró la humedad que se pegaba a sus manos y estaba ya secándose, sentía la piel ligeramente endurecida. Los dedos entumecidos. Abrió los ojos aclarando la vista con los puños y vio sus manos. Ensangrentadas. Se incorporó en la cama muy rápido y sintió la espalda empapada. Se levantó de un salto, desnudo, la cama era una poza de sangre, el estaba cubierto en ella. Corrió al baño, revisando de donde podía venir tal cantidad de sangre, su cuello las piernas, los brazos. Entró y la vio. Parada junto a la tina con un cuchillo en la mano, hermosa, así la recordaba. La cortina arrancada y el piso manchado. Una mano colgaba en un rictus como si tratara de sostenerse de algo. Ella habló.
Deberías estar conmigo y no fumando en las escaleras para observarla a ella.
Ahí se quedó parado sin hablar, mirando la escena, mientras ella lo abrazaba, consolando sus lágrimas. Hasta que llegó la policía y la paz que reinaba terminó en gritos y sirenas, amenazas y fuerza.
Lo sé su señoría, pero fue mi esposa, yo ni siquiera le hablaba a la vecina. La encontré a ella junto a la bañera donde estaba la vecina, es verdad, soy inocente.
Todos los días ella como ausencia de las más malignas se acuesta junto a él y le dice Te amo. El sonríe. También la ama.